Opinión

EL SINDROME DE LARBIN O DEL LACAYO

Sin llevar las cosas al extremo muchas de nuestras comunidades padecen los síntomas del Síndrome de Larbin (Le Syndrome du Larbin) Conocido también con los nombres de Síndrome del Criado, del Títere o del Lacayo. Se trata de un comportamiento psicopatológico que afecta a los individuos con baja autoestima y con proclividad al servilismo y/o la adulación. En este caso se disminuye la capacidad de análisis crítico que se traduce en un actuar contrario a la dignidad de los individuos, quienes terminan defendiendo los intereses propios de los detentadores de riqueza y poder.

El tema es la búsqueda del porqué existe un gran número de pobladores que son seguidores de gobiernos, que van precisamente contra los intereses y valores que supuestamente buscan el bien común o “para el pueblo”. Lo que uno mira es que existen personas que proceden de extractos sociales bajos que defienden a capa y espada las ideas y discursos de los opresores, de los detentores del poder fáctico y, a su vez, los adulan, les sirven y se les someten aún en contra de su propio desarrollo. Así como ocurre con el Síndrome de Estocolmo, donde la secuestrada termina enamorada del secuestrador, el Síndrome del Criado termina enredando la mecánica social y puede llegar, incluso, a ser considerado como un auténtico problema de salud pública. Desde la razón es a todas luces algo ilógico que los esclavos gocen con las cadenas que les colocan los amos. Sin embargo, así ha ocurrido y todo indica que sigue ocurriendo sin necesidad de que se cuelguen las cadenas.

El amor o la sumisión a los ricos y opresores (también a caudillos populistas) no es un acto voluntario sino que se debe a la propia condición de criado, de siervo, de sometido, de títere o de adulador. Un sujeto que ha sido sometido a una alienación o a una ideología de servidumbre está poseído por el Síndrome dado que no desarrolla consciencia política, ni para sí, ni para su clase, ni para su pueblo. Solo sirve a cualquier costo al patrón, al jefe político, al burócrata, etc., sin importarle su dignidad. Ofrece en elecciones su voto de manera cuasi instintiva en favor de poderosos y explotadores, buscando inconscientemente la benevolencia a costo de negar sus propios intereses. No se da cuenta que los bienes públicos son gastados desde los bolsillos de los explotadores, trátese de partidos, políticos y, por extensión, los burócratas que ostentan el poder del Estado.
¿Qué hace pensar a ciertos sujetos que pertenecen al círculo de la clase dominante sin serlo? ¿Qué es lo que piensan para estar dispuestos a toda hora para ponerse al servicio de quienes precisamente los humillan y sacrifican? Estas personas elaboran toda suerte de “clichés” para dar respuestas automáticas cuando se les argumenta contrariamente a su condición de abyectos oponiéndose a los cambios sociales que son necesarios pero que están en contra de los intereses de los dominadores. A muchos de nuestros conciudadanos o pueblos enteros les ha faltado autoestima. ¿Qué es en este caso la autoestima? Una cierta dosis de ponderado individualismo que lleve a demandar a los ciudadanos con una mayor decisión lo que se merecen en razón de la dignidad. No tenemos que vivir de presuntos altruistas que hacen las cosas “por nosotros”, en vez de hacerlas “con nosotros”. Se trata de un “egoísmo” bien entendido, que prescinda de la subordinación o de la limosna beneficente. En realidad nadie hace nada por un colectivo al menos que esté comprometido de identidad y pertenencia con los intereses colectivos. Debemos desacostumbrarnos al manido altruismo que desprecia una ética del amor propio o la solidaridad como una premisa del más alto valor moral: el compromiso por la construcción de una sociedad o comunidad que sea justa y equitativa
¿Cómo puede lograrse la dignidad de un pueblo al margen de quienes deben luchar por dicha dignidad? Como si fuese algo caído del cielo. Fernando Savater señala en su “Ética Como Amor Propio” (2008) que “lo que para un hombre vale es lo que el hombre quiere […] y quiere de acuerdo con lo que es”. La capacidad de un hombre estriba, entonces, en valorar lo que quiere y lo que no quiere. Por eso pienso que lo que ha perdido en nuestra sociedad es la capacidad de pensar y actuar con libertad. Es decir, su autonomía para decidir y actuar sobre lo que quiere. No es la Verdad revelada la que nos hará libres, sino que es la libertad la que nos hará más veraces y más comprensivos. Nuestra valoración de la realidad y nuestra disposición a luchar por los demás, no puede ser algo desinteresado. No existe, pues, una ética absolutamente altruista que impone obrar en beneficio de un colectivo por motivos que son distintos a los propios.

Lo que realmente se opone a la sociabilidad no es el necesario egoísmo que todos tenemos, sino el etnocentrismo que se despliega de manera narcisista y xenofóbica. De ahí la apetencia permanente de los egoístas extremos por una autoestima exagerada, la preocupación por el renombre, por el afán de los halagos, alabanzas y reconocimientos. Si un ciudadano no se ama así mismo, no sabrá amar a alguien o algo. Lo que uno ama lo ama por su relación con uno mismo.

Al fin y al cabo, no puede haber individualismo sin referencia a una colectividad social. Como resalta de nuevo Savater en su “Ética Como Amor Propio”: “[…] sin amor propio mi amor a los demás (entendiendo “amor” como respeto solidario) será ciego, sin amor a los demás mi amor propio será vacío […]”. Solo podemos amar al prójimo cuando aprendemos a amarnos a nosotros mismos. Somos porque nos queremos. Y nos han inducido a no amar o amarnos mal. Por eso los politicastros en trance de caudillos hacen de nosotros lo que se les antoja. Simulan despojarse de su natural egoísmo predicando un “desprendimiento”, “caridad”, “desinterés”, “benevolencia” o “altruismo”, para desbaratar nuestro amor propio y colocarnos en un estado de indefección social y política. El látigo que emplea en este caso es una ideología de servidumbre o de criado.

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