Colombia

El lenguaje del miedo

Por Eduardo Marín Cuello

Desde que empezó el encierro en Santa Marta a causa del coronavirus, no había ido más allá de la tienda de la esquina un par de veces. Hoy, cuando por fin el decreto de la Alcaldía me dejaba salir, aproveché para ir primero al banco y luego a comprar elementos de aseo personal. Sin embargo, en medio de todo lo que ha pasado, jamás pensé ver el miedo a los ojos de tantas formas posibles.

Salí de mi casa usando tapabocas y guantes. La última tendencia de la moda a nivel mundial en esta temporada que lleva más de tres meses. El silencio reina en la ciudad. Pocas personas, también de tapabocas, caminan con urgencia hacia algún comercio o cajero electrónico. Salvo droguerías, bancos y almacenes, todo está cerrado. Las calles y avenidas son caminos vacíos en las horas pico. Un semáforo que puede generar trancón, alcanza a detener no más de cuatro vehículos. Todos con las ventanas abajo en esta urbe de 27 grados centigrados antes de 10 a. m.

De las pocas personas que logro ver en mi caminata, la mayoría hace filas en las escasas sombras que hay para poder entrar a algún almacén y abastecerse o para retirar efectivo de un cajero bancario. Soportan lo necesario bajo el sol para poder llevar alimentos a casa. El acto de conversar con desconocidos en las filas ha desaparecido. Nadie opina, ni del clima. Toda comunicación se resume en miradas agitadas que se mueven de izquierda a derecha poniendo a raya a ese prójimo que, según recomendaciones científicas, debe mantenerse a un metro de distancia.

Se desconfía hasta de la sombra y el miedo es el lenguaje. Ya en el banco, donde hay un número tope de personas dentro tanto para atender como para ser atendidos, el miedo que se percibe es mayor. Aquí el miedo viene acompañado de otros rasgos de la presencia del Covid-19. Una mujer de unos 50 años viste elegantemente y, a juzgar por sus ojos maquillados, puedo deducir que lleva labial puesto aunque el tapabocas haga gala de su nombre. Lo mismo presumo de sus uñas tapadas por guantes quirúrgicos. Sin embargo, su cabello evidencia un distanciamiento del salón de belleza hace varios días. Lo maltratado de las raíces, la delata y me pone a dudar de si en realidad ha podido hacerse manicura por lo menos. En ese momento, el guardia del banco debe atender un llamado y entran unos diez clientes. El cupo límite se excede. Todos ocupan los asientos libres. Al tener compañía que no esperaba, la mujer que hace rato no va a la peluquería abre los ojos maquillados y el asombro significa miedo.

Empieza a sentirse incómoda. Mira de reojo, se ordena el vestido, gira la cabeza a un lado al otro terminando siempre en el sitio del guardia. Lo busca con la mirada. Esa especie de “llamada” visual no es correspondida. La mujer mueve con afán su pierna apoyada en la punta del pie. Pareciera que pudiera ver al virus en tamaño humano y sonriéndole.

La cajera, la única que hay por los cambios que las empresas han tenido que hacer en estos tiempos, se da cuenta del pánico de la señora. Llama al guardia y le dice:

-¿Por qué hay tanta gente?
-No puedo hacer tres cosas al tiempo, mi vida. Ya voy. -Responde el hombre terminando de diligenciar la minuta.

El nivel de pánico de la señora se redujo cuando se levantó de su lugar y se paró al fondo del banco. Lejos de todos los demás mortales con tapabocas.

Cuando salí del banco noté las ausencias de los hombres y mujeres del semáforo. Los limpiavidrios, vendedores de agua y cachivaches que trabajan más de ocho horas divididas en miles de turnos que les concede el cambio de luz en el tráfico, han tenido que irse. Algunos cambiaron de venta: tapabocas y guantes en vez de refrescos. Y otros más, ahora recorren la ciudad intentando conseguir algo de ganancias para llevar a casa. Los pobres deben vulnerar la cuarentena. El encierro no lleva pan a sus mesas. Con tapabocas y guantes deben seguir desempeñando su ‘rebusque’. El miedo no existe en los ojos de ellos; y si está, se esconde bien porque la necesidad es más fuerte.

Presentar la identificación para entrar al almacén, me hace sentir en una película futurista donde los recursos están escasos (aunque esto no es tan futurista ni apocalíptico). El hombre de seguridad repara cada documento y permite el paso a los avalados por la norma local. No mira a nadie a los ojos. Pide cédulas, las recibe con sus guantes azules y las entrega con un “adelante, bienvenido”.

Dentro, los elegidos del día vamos de estante en estante. Tomamos lo que podemos pues no hay todo lo que queremos. En una forma sospechosa, elementos como alcohol antiséptico y derivados del cloro como blanqueadores no están por ningún lado. Esto es una regla general al buscar en varios comercios. Ni hablar de que varios alimentos, como el arroz, han subido de precio en forma exponencial. Esa ausencia de víveres y la sospecha de acaparamiento y especulación generalizada, terminan regando pólvora en el incendio de terror y pánico social que se percibe en las calles.

Dentro del supermercado, cada quien mantiene el distanciamiento. Nadie se tropieza. Se pide permiso desde más de dos metros antes de cruzarse. Mientras tomaba unos jabones, miré a un hombre que hablaba con alguien por teléfono y, en voz alta, decía:

-No hay de esa marca, te llevo del otro.

Hizo una pausa mientras escuchaba la respuesta de su interlocutora (al parecer era su esposa). De inmediato replicó:

-Yo no voy a buscar más nada. O te llevo ese o esperas al viernes que puedas venir tú misma. Esto está lleno y uno no sabe.

Hasta yo me sentí contagiado al escuchar esa frase. El desesperado, que tenía un tapabocas rojo, debió haber visto la muerte de frente cuando una mujer que iba a su espalda estornudó tres veces. Aunque llevaba las prendas de protección en rostro y manos, la mujer sintió el rechazo de los que estaban más cerca y la miraron con desconfianza y temor.

Volver a casa con parte de lo buscado se siente como una victoria si se tiene en cuenta que muchos siguen luchando por conseguir algo y llevar a sus casas. Llegar tras sentir el ambiente solitario y cargado de timidez, llena la cabeza de reflexiones, pero todas se interrumpen con el ritual de acceso. El despojo del vestuario cerca a la puerta, la desinfección inicial y la ducha posterior, recuerdan que jamás habíamos estado más preocupados por sobrevivir como especie. Sentimos miedo, lo vemos al espejo. Se nos pasa mientras trabajamos desde la casa o estamos ignorantes del exterior. Ese temor vuelve al ver las noticias: nuevos récords de muertos, crisis económicas, gente marginada por estar con contacto directo… La realidad es esa la que se siente en la calle y, paradójicamente, se aumenta en las fracciones mínimas que relata el noticiero.

A fin de cuentas, todo esto nos recuerda la esencia animal que tenemos: el miedo nos lleva a protegernos en nuestras madrigueras con toda la camada, pero el hambre tarde o temprano nos obliga a salir. Temer para vivir, pero sobre todo: vivir para comer con miedo, el miedo que todos tenemos de lenguaje y hablamos con los ojos.

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