Columnistas

EL DÍA QUE MARCÓ MI VIDA

Por: Francisco Fernando García Rentería

Hermenegilda, con los huesos ya cansados, de contextura fusiforme y trasijada, pero con la vista intacta y sin una cana notoria, terminó de acomodar como pudo la silla mariapalito en el quicio de la puerta a la entrada de su vivienda. Aquello que parecía más un ritual que un oficio cotidiano, tomaba lugar todos los días al embotar la tarde. Era una escena que se ofrecía curvar el tiempo, tal bucle se clonaba con eterno retorno cada 86,400 segundos y cuál afirmación innegable insinuaba que Dios en algún momento metió mano para asignarle a esa hora, en ese instante y para la eternidad finita, esta única tarea a tan enjuta mujer, que después de haber recibido su jubilación, tras décadas de preparar alimentos en la cocina del hospital San Francisco de Asís, aceptó con donaire registrar cada atardecer en las mismas coordenadas del globo terráqueo; cansaba ver sus movimientos para lograr la acomodación milimétrica de su aparejo. La lentitud de sus desplazamientos corpóreos era la principal evidencia que su osamenta no calzaba como antes en sus articulaciones, pues su endoesqueleto otrora firme, duro y resistente se curvó con el paso del tiempo en demostración que la gravedad tiende por fin a reducirnos, vengándose así al desafío de ser vertebrados erguidos.

De manera calcada, luego de encajar su pantorrilla en la mariapalito, con acento desgastado pronunciaba unas palabras que para cualquier mortal parecerían ininteligibles, menos para nosotros sus nietos, que arremolinados jugábamos frente a donde ella diariamente se instalaba. Tres de mis seis hermanos, por coincidencia los mayores, se enfadaban con el llamado, pues este, era el anuncio lacónico y definitivo que toda actividad en el espacio de arena lavada, improvisado como estadio, había terminado. Ese era el fin del ejercicio. Todos con el tiempo entendimos que no debíamos interrumpir con los gritos de pedido del balón o mejor aún del gol, el ritual sublime de ver despuntar el atardecer. Es más, con el tiempo ya nadie se enfadó, ni siquiera Hernando; aprendimos por el contrario a sentarnos a su lado tratando de traducir para luego entender, sus gestos de placer infinito por ver los últimos rayos del día.

Recuerdo ese viernes en particular, por ser igual a todos los viernes de racionamiento en el que con el pretexto de mejorar la interconexión, la electrificadora interrumpía el fluido eléctrico desde la 9 a.m. con la promesa de retornarlo a las 6 p.m. Compromiso que desde luego resultaba incumplido dada la inclemencia del clima, lo complejo de las obras, lo inhóspito de las zonas donde los trabajos se adelantaban, la presencia de personal armado ajeno a las fuerzas legalmente constituidas por el estado o cualquier otro argumento presentado en los comunicados de prensa radiados en la emisora Ecos de la Sabana. Este resultaba también otro asunto de milimétrica precisión con el ocaso del sol. Los comunicados de prensa se escuchaban en las radiolas de pilas, sintonizando Ecos de la Sabana por ser esta la única de las dos radioestaciones locales con planta eléctrica. Este desde luego se configuraba como otro ritual, en lo cotidiano competían el espectáculo de mi abuela arrastrando su humanidad acompañada de su adminículo de madera preferido para parquearse a la fachada dignamente desvencijada de su única herencia material y los convincentes comunicados de prensa radiados por Ecos de la Sabana, anunciando que aquello que tanto era esperado por todos, esa noche no llegaría a causa de una buena excusa. Con los años nos enteramos que la planta eléctrica había sido una donación de la electrificadora, precisamente para que la audiencia no estuviese desinformada del curso de los trabajos de interconexión en los momentos en que se notara la ausencia de la electricidad.

Esa tarde, como todas, después del llamado gutural de Hermenegilda, no quedó más oficio que sentarnos a su lado, para ver con el rescoldo de la luz exigua a nuestros excompañeros de juego terminar de patear el balón de basqueball desinflado y adaptado como balón de pie, para calmar las ínfulas de emular a Willintong Ortiz. Los excompañeros de juego, que pudieron siempre terminar los desafíos entre los equipos del barrio, aprendieron también con el tiempo a hacer los arreglos necesarios para seguir el juego y no estropear la visual en el cono de aproximación de mi abuela sentada en su mariapalito, todo eso en un innumerable silencio, solo interrumpido por los gritos de “gol”, eso sí, solo los goles válidos, en nuestro código de costumbres pactados, el silencio en esos instantes solo podía ser quebrado por el grito de gol. Finalmente, no vencidos por cansancio, uno a esa edad no se cansa, pero si decantados por la imposibilidad de gambetear en la penumbra, todos terminaban también sentados a nuestro lado avivando la discusión de los goles negados. Todo a señas o con susurros por que el código del silencio allí también imperaba. Es que, sentarse frente a las viviendas para sosegar con la brisa de luna llena y el bochorno de un 98 % de humedad relativa, venía en combo con esperar la llegada de la electricidad o en su defecto el comunicado de prensa.

Para nosotros, la única diferencia entre tener electricidad y no tenerla, era simple, dormir en la penumbra o con posibilidad de encender el bombillo halando la cadena del portalámparas de baquelita, que hasta hoy, 30 años después, no he podido saber por qué se le decía benjamín a este que hasta mi recuerdo parecía ser el único electrodoméstico de nuestra casa, o mejor de la casa de mi abuela Hermenegilda. No teníamos abanicos, como tampoco había oficialmente en ninguna otra casa del barrio, adolecíamos de televisor al igual que de nevera para enfriar el agua que nos habíamos de tomar. El único televisor de los alrededores, estaba dos puertas después, donde el dragoneante Agualimpia, de quien se decía lo había conseguido una noche en la que tuvo la fortuna de estar en la patrulla que interceptó un contrabando de electrodomésticos que llegaba a la ciudad, este también había sido el origen de la nevera que poseían y de los dos ventiladores que se rumoraba adosaban en los cuartos, desde luego esto último difícil de evidenciar gracias a que también como pocos, adornaban las entradas a las habitaciones con cortinas que impedían develar el interior de las mismas, es más, dichosos ellos que contaban con divisiones interiores para independizar las habitaciones, este era otro de sus lujos. Donde Agualimpia vendían las cubetas de hielo con las que enfriábamos el refresco que preparábamos con los limones que abundaban en el patio trasero de la casa de Hermenegilda, donde también había guayaba, pero por falta de licuadora, las mismas se perdían, solo comidas por los gusanos en el piso. Ese viernes no hubo limonada, ni agua fría, pues cuando se anunciaba el racionamiento, Agualimpia suspendía la venta de hielo, a fin de guardar este para su consumo doméstico. A veces lográbamos una ración de hielo, apenas unos cubos, ello si permitíamos que Tuno, el hijo mayor de Agualimpia pudiese jugar al fútbol con nosotros. Fueron muchas las veces que preferimos no disfrutar de limonada, ni de agua fría, dado que cualquier equipo del barrio además de considerar a Tuno pésimo jugador, lo relacionaba con la mala suerte, era mejor no arriesgarse a perder por goleada. Su familia inverecunda, ufanaban de ser los únicos con televisor, los únicos con nevera, unos de los pocos con cortinas a la entrada de los cuartos y por supuesto los únicos que tomaban agua fría en días de racionamiento eléctrico. Siempre guardé la esperanza que al presumir de sus comodidades confirmaran la existencia de los ventiladores, pero eso nunca pasó.

Allí sentado en la total oscuridad, esperando la llegada de la electricidad, escuchando el comunicado de prensa en radiola alimentada con pila roja de la grande marca Siemprelista, se me ocurrió en esa tarde de viernes preguntarle a mi abuela el motivo por el cual no había electricidad, pues a mis escasos 10 años entendía poco los comunicados de prensa de Ecos de la Sabana. Su respuesta fue tan simple como demoledora, más fría que la limonada que algunas veces tomábamos, esa vez, esa tarde de viernes de racionamiento y con un sonido ya no gutural como el que cancelaba mis tardes de juego, esa vez con una voz clara, Hermenegilda sentenció…
– Por qué somos pobres –
Ese día me enteré que nací pobre y tuve dimensión de su significado, ese día marcó mi vida.

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