Educación

De Las Pestes y Religiones

Carlos Payares González

Tanto para el hombre primitivo como para el moderno existe una especie de culpabilidad ingénita, de tal manera que las epidemias y otras desgracias naturales han significado casi siempre una especie de castigo de una fuerza superior incontrolable. El 27 de marzo pasado el papa Francisco se acercó al Crucifijo de la Gran Peste durante la bendición Urbi et Orbi en el Vaticano. Rezó, en solitario, ante la inmensa Plaza de San Pedro y ofrendó a los fieles la debida bendición e indulgencia por la pronta superación de la pandemia del Covid19, que, como sabemos, azota en estos momentos al mundo entero. Se trata de un crucifijo de madera del que se dice que quedó intacto después de un gran incendio en 1519 y que, durante la peste de 1522, fue cargado en hombros por una nutrida peregrinación por todos los rincones de la ciudad de Roma, como rogativa de protección a los habitantes de la histórica urbe. “Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que los discípulos del Evangelio […] Nos sorprendió una tormenta. En esta tormenta estamos todos […] Ahora, mientras navegamos en mares complicados te pedimos: Despierta, Señor”, manifestó, bajo la sobriedad del rito católico, en la desierta Plaza de San Pedro, pero ampliamente escuchado en el mundo entero por medios como la televisión, el internet y la radio. La Plaza de San Pedro estaba tan desierta como en los peores momentos de la Peste Negra en la que clérigos y monjes celebraban la misa al aire libre en aquellas ciudades italianas copadas por la epidemia de 1347.

Cada vez que han aflorado nuestras pandemias (no existe generación alguna que no haya conocido de una u otra manera una pandemia), emergen explicaciones y terapias basadas en supersticiones o en creencias, como si acaso las ciencias no hubiesen avanzado un solo milímetro para explicar tanto la causalidad como las medidas para combatirlas. Es un fenómeno sociológico del que debemos dar cuenta dada la disputa por el espacio cultural entre las ciencias y las tradiciones. Siempre aparecen, como si fuesen sanción o castigo ante el pecado o, tal vez, una prueba extrema para la confirmación de la fe y, por tanto, la necesaria súplica por medio de la oración o el sacrificio. Es cuando toda clase de apóstoles lanzan atarraya salvadora en agua revuelta para poder pescar diezmos y, de paso, una amplia feligresía ¿Por qué algo tan natural ante la mirada de las ciencias se ha perpetuado sobre explicaciones e interpretaciones basadas en creencias o supersticiones o tradiciones que son propias de una “mentalidad de primigenia?

En mi libro “Quiénes Somos. De la Evolución Orgánica a la Evolución Social” (2011) referencié un texto de David Lewis-Williams, tomado de su obra “La Mente de la Caverna” (2005), donde manifestaba que la esencia mental del ser humano tiene una “incómoda dualidad”: el conocimiento racional acompañado casi siempre de la creencia irracional […] La razón: porque todavía somos una especie en transición evolutiva. O, como lo ha dicho Bruce M. Hood en “Sobrenatural. Por qué Creemos en lo Increíble” (2009): “[…] desde el principio, los humanos hemos tenido una mente preparada para lo sobrenatural”. Sin embargo, en principio, podríamos decir que en las sociedades modernas o postmodernas no deberíamos tener la necesidad de hacer uso de chamanes o sacerdotes o pastores para establecer una comunión con lo aún intangible o extraño. Mucho menos con lo conocido y estudiado ¿Son las enfermedades un fenómeno natural? Claro que sí lo son; y, por lo tanto, todas son legítimas ante el conocimiento médico.

Dice el mismo Hood que “[…] armados con la ciencia y la tecnología moderna, podemos predecir y controlar nuestra vida sin la ayuda de sacerdotes o pastores en trance. Incluso podemos hacer explotar una montaña entera con sólo oprimir un botón. No tenemos que rezar o hacer sacrificios para controlar nuestro futuro. Podemos medir, examinar y documentar el mundo. Quizá el hombre prehistórico creyera en lo sobrenatural, pero entonces no contaba con la ventaja de la ciencia moderna para explicar lo que no podía entender. La humanidad ha salido de la oscuridad a una era luminosa, tecnológica y científica. A estas alturas ya deberíamos haber dejado atrás la mente de la caverna […]”. Sin embargo, lamento tener que decir que esto no ha ocurrido aun de esta manera.

A pesar de nuestra cada vez más grandiosa comprensión del Universo; a pesar de que cada día en nuestras universidades y centros de investigación se conocen más detalles tanto mayúsculos como minúsculos de toda la naturaleza; a pesar de que conocemos la existencia de muchas galaxias y el ámbito de lo más subatómico; a pesar de todo este conocimiento y experiencia, las creencias (por regla general anticientíficas) siguen siendo muy comunes y hasta predominantes en nuestras sociedades ¿Por qué no se hace caso a lo que demuestran los científicos? ¿Por qué algunos grupos numerosos de personas no atienden las medidas de Salud Pública ante la prevención y contención de una pandemia como es el caso del Covid19? En una encuesta Gallup realizada en los EEUU se reveló que tres de cada cuatro personas adultas albergaban al menos una creencia sobrenatural secular.

Las pestes que han azotado a la humanidad tienen por costumbre hacernos retornar al pensamiento del Medioevo. Han sido las peores pesadillas. Todo parece indicar que las pandemias tienen un punto tope y luego desaparecen para volver, si es posible, con un nuevo agente causante transmutado. Lo que nunca pasará es el miedo que tanto el discurso médico como el religioso producen. El COVID19 ha producido estragos en China, Corea, Japón, Irán, Italia, Francia, España, Estados Unidos (con el mayor número de infectados y de muertes) y en otros países en una menor escala. Hoy casi todas las noticias giran alrededor del espanto que causa este virus proveniente de la China. Se han cerrado colegios y universidades, bibliotecas y teatros, sitios de diversión, restaurantes y actividades deportivas, aeropuertos y fronteras y se regula el acceso y consumo en los supermercados. Las medidas tomadas a nivel mundial, casi todas, apuntan hacia un confinamiento voluntario u obligado de los ciudadanos en sus hogares, para evitar los contactos que pudiesen generar el contagio. Como los servicios de salud han colapsado, se puede colegir que lo que falta aún será un largo encierro y, por supuesto, bajo una gran responsabilidad ante la inexistencia de una vacuna o de remedios que sean efectivos. Lo más importante recae en estos momentos sobre los hombros de la misma gente.

Cualquier peste es una pesadilla para la humanidad. Sobre todo en la Edad Media cuando aún no se conocían los microrganismos como las bacterias y virus y, además, las enfermedades eran atribuibles a predicciones o castigos bíblicos o, en el mejor de los casos, a ciertos miasmas que pululaban en el ambiente. No existían medicamentos o terapias que fuesen efectivas contra “el mal”. Es decir, las pestes no eran consideradas como algo natural, sino como la obra de un demonio o el castigo de un Dios que recaía sobre toda la población, tanto pecadores como inocentes, contra lo que sólo cabía rezar y arrepentirse de los pecados cometidos. La irracionalidad estallaba por doquier y había ciudades en que la gente trataba de aplacar la plaga infernal ofreciendo toda clase de sacrificios. La autoflagelación también era una forma de calmar la ira del Ser Superior. Bajo dicha manera de entender las pestes (epidemias/pandemias) los enfermos eran separados con toda clase de prohibiciones, hasta el extremo que tenían que anunciar su presencia, como en el caso de los leprosos, tocando campanillas para advertirle a la gente que se apartara y así no observar sus llagas necróticas y purulentas que eran el motivo de contagio. El temor no ha desaparecido del todo, pese a los extraordinarios progresos de las ciencias y de la civilización en general.

Durante la peste negra murieron entre 60 y 90 millones de personas en todo el planeta y se redujo en un tercio a la población europea. Murieron tantos que todos creyeron que era el fin del mundo. Esta pandemia ocurrió entre 1347 y 1382, en plena Edad Media. Esta epidemia se inició en Catay (China). Desde allí pasó a Europa, en donde sólo respetó a Islandia. Se presentó en Groenlandia para extenderse luego a Arabia y Egipto. Hubo seis episodios pandémicos de la llamada Peste Bubónica o Peste Negra. Estas fueron: cuando el emperador Cipriano, en el Siglo III D.C. (año 250); durante el emperador Justiniano, en el Siglo VI D.C. (año 511); en el periodo señalado durante el Siglo XIV (1347-1382); en Italia y Alemania en el Siglo XVI; en Inglaterra en 1665, en Viena en 1678 y en Moscú en 1709. Incluso, de 1450 a 1550 la Peste Negra fue acompañada por otras epidemias tales como la sífilis, la viruela y el tifus. Las autoridades religiosas, en su mayor parte, respondieron ante la peste abriendo los templos y convocando a la oración para que multitudes enteras pudieran refugiarse. Lo anterior contribuyó en mayor medida a la difusión de la peste.

A los enfermos se les recomendaban una peregrinación flagelante para expiar los pecados y disminuir la ira de Dios. Cosa que también difundía aún más la enfermedad dado que esta era transmitida por pulgas de ratas que se aposentaban en las heridas sangrantes de los flagelados. Estas circunstancias, aún bajo la protección de los “templos de Dios”, produjeron hacinamiento que provocaba el que la incidencia de contagios se incrementara. Entre más enfermos iban apareciendo más se aumentaba el fervor religioso. Muchos fieles buscaban congraciarse con Dios que los castigaba con la peste por medio de donaciones de bienes a la Santa Iglesia.

En medio de tensiones sociales y guerras apareció, como lo hemos dicho, en 1347, la más letal epidemia que conocería el Medievo. Era la peste negra que dejó un rastro de muerte y de miseria. Y de fanatismo religioso. “Con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres evitaban visitar y atender a los hijos como si no fuesen suyos”, describe Boccaccio en el Decamerón. La descripción de la peste negra en Decamerón de Boccaccio deja constancia que ya existía el concepto de aislamiento y una cierta noción de contagio. Los médicos que atendían a los contagiados se cubrían con una máscara protectora y aspiraban perfumes para no contagiarse. Se cubrían con largas túnicas y la cabeza recubierta con una máscara que recuerda las actuales hocico de perro.

No en vano varios historiadores de la Medicina han considerado a Galeno como la “última estrella” resplandeciente de la antigüedad cuando cayó el telón del oscurantismo que nos cubriría durante varios siglos. La Medicina durante la Edad Media empezó a ser dominada por la religión y la magia proscribiendo ambas el estudio del cuerpo humano y su fisiología. Contadas excepciones ocurridas durante la Edad Media, solo en la emergencia del Renacimiento la Medicina retomaría un camino acompañada de una razón práctica. En realidad los incipientes avances médicos, aún los dados durante el feudalismo, conllevaban el despojo de la máscara de las creencias de todo orden y de la superstición. Lo que no quiere decir que los precursores de la Medicina tuviesen una construcción teórica y práctica efectiva. Había tanta especulación que en veces la creencia en un talismán podía ser más efectiva que el mismo oficio médico. Dice Brian Inglis (1968) en su Historia de la Medicina que “una comunidad que creyera en la religión consideraba la enfermedad como un signo de desagrado divino; y donde no había más que un Dios, que se suponía justo, la enfermedad debía ser consecuencia del pecado, el paciente era así víctima de sí mismo… eso hizo… que un sacerdote difícilmente podía pretender efectuar una curación valiéndose de medidas contrarias a Dios”.

Jacques Attali (El Orden Canibal. 1981) manifiesta que “el discurso atrayente de los creyentes se disimula tras un discurso de piedad y compasión; cuidar es un acto de fe, una ofrenda a los enfermos, los más desheredados de las criaturas de Dios […] Es menester ayudar a aquellos que son demasiados débiles para defenderse por sí solos contra el Mal […] Por medio de las oraciones el sacerdote reanima a los enfermos, a quienes exige, a cambio, la conversión al cristianismo.”. Aunque algunos clérigos y monjes habían hecho votos de pobreza, los enfermos con mayores fortunas terminaron dando, a cambio de la esperanza de lograr la salud, especies o sumas de dinero. La Iglesia salva al pecador ante la enfermedad o ante la muerte y, a la vez, se enriquece a partir de las ofrendas sacrificiales.

Todavía existe una disputa entre las religiones y la Medicina por la apropiación del paciente el cual es considerado de manera diferente: la religión enfatiza en la enfermedad (resultado de la desobediencia o del pecado) como obra de Dios, padre de todos y todo, y la Medicina enfatiza sobre la causa de la enfermedad y el tratamiento del enfermo. Una guerra ideológica que aún persiste entre el hospital y los templos. El “comprar drogas (afirmó San Bernardo de Claraval), consultar a los médicos, tomar medicamentos, no beneficia a la religión y es contrario a la pureza”. A su vez, en la epístola de Santiago se dice: “¿Hay algún enfermo entre vosotros? Que llame a los ancianos de la Iglesia y que estos recen sobre él, ungiéndole con aceite en nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor lo resucitará”.

El primer azote ante el cual la Iglesia no pudo responder de manera creíble fue la lepra. Una enfermedad que tan solo fue registrada por sus síntomas hasta el Siglo VI D.C. cuando apareció en Egipto y Europa (Mac Neil, William. Los Tiempos de la Peste. 1978).La lepra era una enfermedad violenta, terrorífica y mortal. Frente a ella no valían sacrificios ni donaciones. Tanto la Iglesia como la Medicina no tenían formulas eficaces para detenerla o curarla. Todo enfermo era asimilado a un cadáver ambulante, a un muerto-viviente, y, como tal, había que separarlo. Los leprosos fueron los primeros seres humanos vivos en ser separados y contados al igual que los muertos.

No le quedaba más camino a la Iglesia en medio de una celebración recomendarle al enfermo “Amigo mío: a Nuestro Señor le complace que estés afectado de esta enfermedad, no te apartes de Él, que si tienes paciencia te salvarás, como sucedió con el leproso que murió ante la casa del rico malo y fue llevado directamente al paraíso.”. De esta manera el leproso en su aislamiento estaba muerto para el mundo pero vivo para Dios. Aislamiento permanente y prohibiciones sociales era la “terapia religiosa” y civil que en el Siglo XIV se merecían los leprosos. De manera curiosa en el caso de la lepra el mal no reside solamente en la culpa del pecado, sino también en el cuerpo del que está enfermo.

Debemos reconocer que las grandes epidemias del siglo XIV, principalmente la Peste Negra, pero también otras como malaria, cólera, tifus o lepra, contribuyeron al desarrollo de las primeras experiencias de la prevención sanitaria. Además, en el transcurso del siglo XIV al XV de atenuó la prohibición religiosa que se profesaba en torno a la manipulación del cuerpo humano. El cuerpo poco a poco fue siendo admitido como objeto de las ciencias médicas. Se despertó entonces interés por la anatomía humana, y, desde esta ciencia, la curiosidad se extendió también hacia la Fisiología y la Patología.

La cuarentena emergió más como una medida religiosa. Se trataba de la separación del mal ante la incompetencia de clérigos y monjes médicos para erradicarlo. En efecto J. Attali señala en “El Orden Caníbal” que el “20 de marzo de 1348, por primera vez, el dogo de Venecia Dandolo, encargó a tres proveditores (oficiales públicos de la antigua República de Venecia) de salud proponer medidas contra la peste, y el 11 de abril del mismo año, los priores de Florencia investían de poderes ilimitados a un Comité de Salud Pública, en esos instantes, en Milán, se aíslan los enfermos y se destruyen las ratas. En 1374, en Reggio de Emilia, se exige por primera vez que cada enfermo se declare: Todo enfermo de la peste deberá ser llevado fuera de la ciudad, al campo, para morir allí o curar. En 1377 el puerto de Ragusa ordena la primera cuarentena de barcos. En 1403, en Venecia se aísla a los apestados en un primer lazareto. El segundo se construye en Génova en 1467. En 1476 el duque de Anjou dicta el primer reglamento sanitario francés en el que figura la prescripción de la cuarentena… En 1526 se creó en Marcella el primer lazareto.”. Como vemos, las medidas civiles o de policía contra la peste iban siempre acompañadas de las terapéuticas religiosas.

Es lógico suponer que este tipo de pestes producen efectos negativos en la economía y en las relaciones entre las regiones, los países y las personas. El primer impacto de la Peste Negra fue de carácter demográfico. Las vidas que se llevó en solo siete años tardarían dos siglos en recuperarse, mientras que los supervivientes se reorganizarían de un modo distinto. Se sabe que durante los años de epidemia la población rural se había desplazado a las ciudades en busca de alimento y trabajo. Como resultado el campo quedó despoblado, mientras la vida en las ciudades se revitalizaba, impulsada por la concentración de nuevas fortunas que siguió a la elevada mortandad. Por lo tanto el poder señorial o feudal empezó a perder capacidad adquisitiva mientras emergían nuevos afortunados que a la larga serían eslabones de la emergencia de la sociedad capitalista.

De muchas maneras las pestes contribuyeron en el debilitamiento de la sociedad feudal (se produjo acumulación de capital en manos de la burguesía) y proyectaron no sólo una mirada más naturalista de las epidemias (“el Mal”), sino, también, un sentido más laico de la muerte lo que debilitó el mito cristiano del Purgatorio y/o del Paraíso, inclinando a los hombres hacia la búsqueda de un mayor bienestar y prosperidad en esta vida terrenal. El nuevo hombre que surgió de la peste negra exhibió, además, una capacidad de observación e inclinación científica que le llevaron a mostrarse más cuidadoso en cuanto la prevención de las epidemias, poniendo en marcha los primeros rudimentos de protocolos de Salud Pública y de una teoría incipiente de la Epidemiología basada en los vectores del contagio. La búsqueda de las causas y los efectos provocados por las pestes, se encontraban mucho más en los escenarios de habitación de los humanos.

Si nuestro objeto es librar a la humanidad de toda clase de esclavitud, de explotación, de opresión, de exclusión, de inequidad, de indignidad y de ignorancia para emanciparla del tormento de toda servidumbre y de la tiranía política y económica, es necesario sacudir la ceguera ocasionada por las supersticiones y creencias de cualquier tipo. Es necesario contrastar toda clase de fanatismos o fundamentalismos que no le permiten a la gente pensar de una manera libre y crítica. De lo que se trata es de comprender lo que nos pasa para poder vivir mejor en esta vida. Sin embargo, aun en nuestro tiempo se piensa que la enfermedad puede ser un signo de posesión de algo externo y la epidemia, a su vez, como una marca del pecado. La enfermedad sigue siendo signo de los dioses y, la salud, signo de los santos.

Si queremos avanzar en el conocimiento de la naturaleza, por tanto de nuestras desgracias, es preferible reconocer cualquier error en que hayamos incurrido, para corregirlo y superarlo. La personalidad del hombre científico, por ejemplo, admite sin ningún ambages de conciencia que de cualquier error podemos aprender tanto como de los asertos más verdaderos. Einstein llamó en una ocasión como su “error más grande” la propuesta de la constante cosmológica que había introducido cuando estaba construyendo un modelo estático del Universo. Muchos hombres de ciencia han actuado de igual manera. Es por tal humilde actitud el que las ciencias no tienen ni tendrán fronteras insalvables… ¡Jamás!

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